miércoles, 18 de enero de 2017

Los que no pasaron el corte (12)


SINFONÍA EN PI MAYOR
Las marismas y las aves en aquel luminoso día presentaban un aspecto, como pocas veces había visto de las innumerables ocasiones, en que había tenido oportunidad de desplazarme por esas recónditas tierras. En el interior del coche el ambiente era agradable, penetraba suave el sol a través del cristal, proporcionando un calor corporal que por momentos daba ganas de irse quitando ropa, a pesar de que en el visor digital se percibía con claridad que la temperatura exterior no pasaba de los diez grados. La inconfundible melodía de Kiss FM ocupaba el espacio útil habitable, y tu sonrisa delataba el estado placentero en que te hallabas imbuida. A través de los prismáticos divisábamos juguetonas a un par de cigüeñuelas que charqueaban; con su levita negra, ella mantilla de monja y él boina hasta los ojos, se movían con gracia por aquellas someras aguas que no les llegaba ni a las rodillas; de vez en cuando inclinaban la cabeza y lanzaban su afilado pico contra el agua. Yo te disuadía de la intención de dar una cabezadita, y te hacía mirar para que te fijases en los detalles: “Parece que llevan medias encarnadas”, comentabas, al tiempo que los destellos de tu pelo se enredaban en mi sien.
Pero duraba poco la observación, podía más el efecto de aquel plato, que poco antes habíamos estado saboreando en el pueblo: en un ambiente relajado y tranquilo, compartimos no sólo los sabores que conformaban el menú, sino todo el efluvio que emanaba tu presencia, una estancia libre de  humos, unas mesas sencillas y unas gentes amables que atendían el  local. Estaba encendida la televisión, pero más bien parecía un cuadro fijo, como lo eran aquellos ladrillos que a modo de muestra aparecían en un trozo de pared, como si al albañil se la hubiese acabado la mezcla en el momento de enlucir aquel paño. Algunas personas entraban al recinto y en sus rostros se adivinaba que en la calle hacía frío, a pesar de la luminosidad que se veía desde nuestra posición. De repente una nube negra pasa velozmente junto a nosotros, describiendo arabescos en el cielo. Tú llamas mi atención, que en ese momento estaba centrada en una guía de aves, tratando de aclararme sobre la diferencia entre el aguilucho lagunero y el aguilucho pálido. Dejo el libro, alzo la vista y aquella nube se deshilacha rítmicamente, configurando esa especie de pentagrama sobre una línea eléctrica que atravesaba la marisma. Manifiesto mi primera sensación antes de echarme los prismáticos a la cara, y ponerme a observar con detalle. En la radio suena Caetano Veloso, y mis labios se deslizan buscando la complicidad de los tuyos.
Ante nosotros ellos: negros, rechonchos y ruidosos los estorninos posaban en el alambre sin miedo alguno a una descarga mortal. No podía oírlos, la distancia lo impedía, pero podía ver como a algunos se le erizaban las plumas del cuello, en ese gesto claro de emisión de notas sonoras. Me traían recuerdos de tardes veraniegas, cuando buscando el sitio adecuado donde pasar la noche, alborotaban a todo el vecindario. Algunos pitaban como si fuesen guardias de seguridad, tratando de poner orden. “Éste también tiene medias sonrosadas”. “En realidad son rojas, lo que pasa es que en la distancia y con estos prismáticos pueden dar ese tono”. Todavía haces algunos esfuerzos por no quedarte dormida, y participar de las mismas sensaciones que yo siento, cuando me encuentro en un lugar como éste, donde la vista no alcanza a divisar el horizonte que se pierde entre espejos plateados. Pongo de nuevo el motor en marcha y avanzamos lentamente, por un suelo algo complicado debido a las últimas lluvias y a la dejadez de algún guardacaminos, pero en fin aquí hay que olvidarse de todo, y conducir lento para que no se escape ni un detalle. Seguro que el conductor que nos cruzamos piensa de muy distinta forma. Él no está de paseo, su vida discurre entre el pueblo y el hato y encontrarse con esos socavones una y otra vez no deben hacerle ninguna gracia, por muy luminoso que esté el día, ni por muchas aves que se muevan a su alrededor.
Un grupo de cigüeñas caminan por el caño a la captura de algo sólido que ensartar con su pico; la mayoría son blancas, pero la experiencia me dice, que nunca hay que dejar pasar la oportunidad de observan atentamente toda agrupación avícola; entre la masa, tratando de pasar desapercibidas siempre suelen aparecer algunos ejemplares de otras especies más esquivas, menos fotogénicas, y esta ocasión no había de ser distinta. Distingo al menos dos de sus parientes cercanas, que tratan de esconder su levita negra en medio de tanta blancura, pero el cuello les delata y cuando intentamos detenernos para una mejor visión, levantan el vuelo, como lo levanto yo al llegar a mis oídos la melodía “hard to say I’m sorry” de Chicago, que me deja en estado catatónico. Abandono los prismáticos y todo mi interés por el mundo exterior, y me centro en las dos lunas de tus ojos, que al poco de retarlos desafiantes, te hacen exclamar una ¡ay! y buscar cobijo en mi pecho. Pasan unos minutos en los que todo se detiene, en los que no parece existir más mundo que el que ocupan nuestros cuerpos ensamblados en ardorosos besos. Apenas hay palabras, son sólo susurros, silabas sueltas que se deslizan por la comisura de los labios, y ascienden candorosos buscando el tímpano ajeno. Al mirar el cielo descubro sobre el fondo azul el rostro blanquecino dejado por esos aviones, que de forma continuada atraviesan en pocos minutos toda la bóveda celestial. ¿Dónde irán?.¿De dónde vendrán?. Siempre me he preguntado por la existencia de estas silenciosas máquinas, que ocupan ese lugar de privilegiado observatorio.
A mí que tanto me gusta observar, fijarme en cualquier detalle y quedarme con la idea de traspasarlo luego al blanco folio. Dicen que son entrenamientos militares, formas de engrosar horas de vuelo para pilotos, que necesitan tener un curriculo decente, por si llegado el momento hay que ponerse el mono de faena de forma seria. ¿Tiene sentido alguna guerra?. ¿Sería posible la convivencia sin la persuasión constante de estas máquinas de matar?. ¿Porqué tendremos que estar vigilándonos continuamente los unos a los otros?. Todas estas preguntas y algunas más me las hago aprovechando que has conseguido relajarte, cerrar los ojos y dejar que tu cuerpo disfrute de unos minutos de descanso. Luego dirás que has tenido un sueño muy tonto, que no sabes porque aparecen esas personas y a cuento de qué estaban presentes, pero ya sabes: al lenguaje de los sueños nunca le hemos prestado demasiada atención. Abres los ojos, justo en el momento que pasan junto a tu ventana una colorista concentración de aves de pequeño porte, que cuchichean entre sí. Forma parte de esa amplia familia que debido a sus particularidades cantoras, sufren el acoso de aquellas personas que no se conforman con verlos revolotear o escucharlos cerca de sus casas,, prefieren tenerlos enjaulados para que alegren los días oscuros, a costa de privarles de la parte esencial de cualquier ave: su libertad. Los fringílidos son acosados en todos los ámbitos, tanto en pueblos como en ciudades donde llegan a esa especie de zoco donde todo vale con tal de comerciar.
Observarlos en el campo vale cien veces más que una sola de las notas musicales que emitan entre rejas. Como llegan, como ondulan el aire, con que delicadeza se posan sobre los cardos y otras plantas silvestres para extraerles las semillas. Algunos tienen la cara colorada, posiblemente por la vergüenza que les supone estar en el centro de atención del hombre, que no hace más que ingeniar cual es la mejor forma de capturarlos. En un naranjo – uno de sus árboles favoritos –, pude observar en una ocasión, con que dulzura alimentaban los progenitores a unas crías cuyo nido había sido desplazado al interior de una jaula. Si conseguían salir adelante, jamás tendrían la oportunidad de experimentar con la ingravidez de los cuerpos. Yo si tengo esa oportunidad, el que estés aquí y ahora a mi lado, acompañándome sensorialmente, me hace sentir lo mismo que ese pequeño carduelis, que nos reta en un alarde de virtudes. Me abandono en la estrechez del habitáculo, cierro los ojos y dejo que tus manos se posen sobre mi piel. Ahora se nota mejor que nunca el exceso de calor que proporciona ese sol invernal, por lo que tenemos que optar por buscar la brisa bajando uno de los cristales de la puerta. Lejanos pero de fácil identificación una colonia de flamencos zapatean incansables en busca de comida.
Te leo: “ Con sus largas paras rosadas y su desmesurado cuello semejan extrañas aves trasplantadas de una laguna africana. De repente, el bando se alarma y comienza a elevar pausadamente el vuelo, rasando el agua; una llamarada rojiza alegra el azul del cielo y se deja escuchar una fuente algarabía”. Parecen peregrinos que se desplazan en busca de ese lugar donde vivir en paz, sin que nadie les moleste. Su organización es tal que tienen hasta guarderías para que los pollos estén a salvo de esos depredadores, que acechan el momento oportuno de atacar. En estas aguas quizás sea el hombre el mayor de sus enemigos, con actuaciones que destruyen sus lugares de cría y alimentación. Mientras miramos sus elegantes figuras, te cuento todo esto y tú asientes con la mirada, con esa fe que tienes en mis conocimientos: sabes que me apasiona el mundo de las aves, pero lo que no sé si llegas a captar, es la importancia de tu presencia en este marco idílico en el que el sol se refleja en la lámina acuosa, dando la impresión de que nos encontramos en medio de la mar océana. Poco esfuerzo hay que hacer para imaginar como serían estos parajes en épocas pasadas, cuanto de cierto tienen las afirmaciones, de que aquí llegaban las olas, como ahora lo hacen en las lejanas playas del coto. A veces tengo la impresión que me parieron en una era desde la que se divisaba el mar, como se ensancha mi caja toráxica  cuando me encuentro en situaciones como éstas.
Lees: “Gran ave zancuda blanca y rosa; parte anterior de las alas rojas y parte posterior negra; cuello muy largo; patas rosas; pico corto, grueso y curvado hacia abajo, rosa con punta negra; los jóvenes son pardo-grisáceos sin rosa: sexo iguales”. ¿Comprendes ahora porqué se les llama Phoenicopterus ruber?. Me miras como quien duda de creerse lo que escucha; beso tus labios rosas y acaricio tu nuca. Ahora pareces más convencida. “Los colores más increíbles que iban del amarillo más tenue a un naranja intenso del rosado y del rojo hasta el verde, constituían un espectáculo que nunca me quería perder. Y cuando a ese cielo lleno de colores lo cruzaba una bandada de flamencos rosados, el espectáculo era casi sobrenatural”.  Leías en un libro sobre la Patagonia, mientras que yo me quedo extasiado, al cruzarse en el visor de mis prismáticos una de las aves más esquivas y a la vez más impresionantes, que se puedan ver por estos lugares. Por aquí le llaman el gallo azul, pero todos los aficionados sabemos que se trata del calamón común: luce su característico plumaje azul purpúrea que según va desplazándose de un lugar a otro, se ve en mejores o peores condiciones, pero que daba la luz que hoy tenemos, se convierte en un éxtasis su contemplación. Procuro que lo veas lo más rápido posible antes que se pierda por la masa de espadañas por las que se mueve, o en su defecto que aguantes todo lo que puedas con los prismáticos tratando, de hacer un minucioso barrido por toda la zona cubierta de vegetales.
Lo distingues, quedas sumida en su contemplación y mientras describes lo que ves, me pierdo en contemplar cada facción de tu cara, en ese temblor nervioso de tu mano izquierda que me gusta imaginar es debido a mi presencia. Busco tu cuerpo en medio de este mar de verdor y músicas melodiosas, no puedo resistir la tentación de saborear tus besos y entregarme a tus deseos, a esas ansias que brotan de todos tus poros. Pasan los minutos, la soledad es cada vez más palpable aunque no podemos sustraernos a la tentación de mirar de vez en cuando por encima de los hombros, para ver si se divisa algún vehículo en la lejanía. Ese inmenso azul que nos invade, ocupa todo el espacio, y nos sentimos valientes rodeados de multitud de aves entregadas a sus distintos quehaceres, sin preocuparse demasiado por la ocupación de esos dos seres que se encuentran en el interior del coche. Ellas están acostumbradas a que de vez en cuando alguien se pare a contemplarlas,  guardan las distancias y las formas, y confían en la buena voluntad de los bípedos que merodean por estos caminos. Sudamos a pesar de tener abiertas las ventanas delanteras. Más allá un ratonero prueba a vencer la resistencia del aire, y trata de mantenerse como si fuera una cometa. Zigzaguea, se deja caer con las garras abiertas pero no vemos si ha sacado algo del agua o ha fracasado en su intento.
Acostumbrado a verle en terrenos más boscosos, me sorprende y confunde, pero para algo han sido dotadas las aves de esas prodigiosas alas, para poder desplazarse con facilidad y parecer a veces que son capaces de estar en dos sitios al mismo tiempo. El sol inicia ya su vertiginoso descenso, y pronto se podrá ver en la lejanía toda una extensa franja coloreada, mientras que las nubes más cercanas dibujan formas que semejan animales salvajes, buques fantasmas o ilusorias ciudades algodonosas. Va disminuyendo el ímpetu vital de la mayoría de los habituales de la zona, al tiempo que las sombras recobran su efímero dominio. Pongo de nuevo en marcha el motor del coche, y emprendemos el retorno por pistas llenas de agujeros, que parecen no acabarse nunca y que nos hacen dudar si en algún momento volveremos a pisar el asfalto, o nos habremos metido en un laberinto de canales, que nos mantendrá ocupados durante toda la noche. Viene a mi mente la estridencia del canto del triguero y la increíble capacidad de vuelo del cernícalo. Por un instante me gustaría que nos convirtiésemos en alguno de ellos, para sortear la montaña de residuos plásticos que nos corta el camino y contar con los últimos rayos de sol – esos que nada más que ven las aves – para llegar a nuestra dormidera. Miro tus ojos llenos de dulzura, y respiro profundo el sabor a marisma que destila tu piel
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